Capítulo I

1 de Diciembre de 1805

I
El cuaderno de Berthier
Una calle al pasado


En principio no había nada anormal. La humedad de las calles era de lo mas común en Buenos Aires, como si hubiera llovido hasta unos minutos antes, y se escuchaba el trinar de los pájaros anunciando el final del día. Recuerdo que pasaron un par de coches. Seguramente los primeros que volvían de trabajar aquel Martes.

A medida que avanzaba por Pizarro noté que los árboles cambiaban de forma, parecían esos pinos estrechos y altos pero sin espinos, semejantes a unos que había visto en mi libro de biología, una especie que jamás había estado ahí. Me pareció extraño que en esa época estuviesen cambiando la vegetación del barrio. Eso lo había visto en otras partes, pero no por esta zona. Y no le hubiese prestado mayor atención sino fuera porque cuanto mas andaba las casas se hacían mas antiguas hasta que se convirtieron en grandes caserones de madera, mal pintados, y donde antes se veía todo construido, ahora aparecían varios solares que hacían intermitente la línea de edificación.

El suelo pasó a ser de de tierra apisonada y, varias calles mas adelante, aparecieron huellas de carros sobre un barro húmedo y viscoso. En ese momento miré hacia atrás y vi que todo lo andado hasta ahí parecía haber desaparecido. La visión del barrio que me acunó desde mi infancia se había transformado en una calle salida de otra época, lo cual me parecía fascinante. Como si estuviera dentro de un cuento.

Con los brazos en jarra, parado en el centro de la bocacalle, giraba en redondo, observando todo a mi alrededor, riéndome de la ridícula situación en que me encontraba. Recordándolo ahora, me imagino con una cara de estúpido dando vueltas en medio de un sueño.

Las nubes amenazaban lluvia y poco a poco se veía pasar más gente de lo normal. Hasta que la continuidad de casas vovió a ser ininterrumpida, el barro mas espeso y los carruajes antiguos formaban un caos de ruido y griteríos acordes de gente que iban y venían totalmente enfrascados en sus asuntos. Me sentí como en una pintura antigua, como en el cuadro de la escuela donde se veía a los patriotas protestar frente al cabildo en 1810.

Estaban vestidos con levita, algunos llevaban moños gigantes alrededor del cuello, y varios con pelucas blancas menos abultadas que las de antaño. Pero la mayoría de los hombres no usaban pelucas sino mas bien su pelo natural atado en una corta coleta en la nuca. Las mujeres llevaban faldas que arrastraban por la calle y escondían los zapatos, escotes muy pronunciados y la mayoría con el pelo casi suelto, apenas tocado con cintas de diversos colores.

No tenía miedo, ni frío. Solo sorpresa. No me alcanzaban los ojos para ver lo que tenía alrededor. Decidí seguir caminando hasta llegar a una plaza que jamás había estado allí. Era casi tan grande como la Plaza de Mayo, y estaba rodeada de la misma carretera de barro que yo pisaba. En su centro había varios de esos carromatos antiguos, galeras, pero convertidos en tiendas como si fuese una feria gigantesca. Se vendía de todo: telas, pollos, leña, muebles, colchones rellenos de paja, huevos, cerdos. Hasta había pitonisas con cartas de tarot y bolas de cristal; y otras que se asemejaban a gitanas tratando de leer las manos de los transeúntes o adivinando el futuro tirando una piedras sobre un manto gris en el lodo. Lo que mas abundaba eran vendedores de velas. Velas!!! Nunca vi tantas en mi vida, ni en una iglesia. Entonces reparé que las farolas de las calles eran a aceite, no me pareció ver nada eléctrico. Entre la gente se mezclaban vendedores, compradores, harapientos mendigos, malabaristas, músicos, dibujantes, y un sin fin de artesanos que ofrecían a gritos sus oficios como afiladores, talabarteros o arregladores de colchones.

Mezclado entre la muchedumbre iba de un lado a otro como si hubiese venido a comprar algo. En los puestos de comidas noté bastante suciedad. En los puestos de animales vivos, estos estaban en pequeños corrales sobre paja negra y húmeda, o en jaulones dentro de los carromatos. Vi como una señora elegía un pollo y el carnicero se lo mataba allí mismo retorciéndole el cogote con un preciso y hábil movimiento.

La gente ni me miraba, ni se molestaba por mi atuendo, lo cual creí lógico dado que habían persona mas extrañas que yo, con trajes de vivos colores y sombreros de tres puntas hechos de telas brillantes, como si saliesen del “Fantasma de la Opera” o de “Hamlet”. Mas adelante comprendería todo esto, pero en ese momento me imaginé estar dormido en una novela de Dumas o algo así. Traté de mantenerme lo mas atento posible pero no podía prestar atención a tantas cosas. Me pareció hasta divertido estar en aquel cuadro, ni siquiera pensaba en qué había sucedido, solo me dejaba llevar de un lado a otro por la corriente de compradores y gritos de oferta de los vendedores de aquella plaza.

Sobre la acera de enfrente las casas ya no eran de madera, pero la piedra se asemejaba a las talladas a mano para las construcciones de catedrales o edificios públicos. Cada tanto pasaba algún agente de policía, vestido de azul con unas bandas blancas cruzadas en el pecho, que se asemejaban a los granaderos que montaban guardia en la puerta de Casa Rosada, pero con unos pantalones embolsados, como si fueran una talla mas grande.

Al fondo de la plaza seguía la calle en el mismo sentido en el que había llegado, pero ni me molesté en buscar un cartel, no había ningún indicador de nada. Solo un montón de sucias callejuelas sin aceras que se entremezclaban como los tallos de una enredadera. Suelo tener buena orientación, pero esto era un laberinto increíble y llegue a pensar que había perdido el Norte totalmente. En algunos tramos la basura se amontonaba seguramente a la espera de su recolección. El olor era nauseabundo, no quise imaginar lo que sería en verano.

Al final apareció ante mí otro vacío, un solar de unos 100 metros de largo se extendía ante mí hasta una construcción impresionante. Era como un edificio larguísimo y parecía importante, realmente era lujoso. Dos plantas que mostraban en su fachada cuarenta ventanas con un inmenso portal de cuatro columnas. Estas sostenían un dintel de forma triangular que asemejaba un mausoleo o el Partenón de Atenas, como un monumento gigante. Sobre este dintel asomaba una cúpula de techo oscuro en cuyo extremo un mastil con la bandera francesa apuntaba al cielo desafiando la tormenta que se avecinaba. Cuando vi la bandera, el edificio en su conjunto me recordó la embajada francesa en Buenos aires.

La arboleda que lo rodeaba le daba un aire de importancia, como si estuviese ante un palacio real o algo así. A medida que me acercaba se definían sus formas hasta que se vio claramente un gran portón frontal con dos guardias apostados a ambos lados, apoyados contra las columnas.

Al verme llegar adoptaron una postura militar, uno de ellos se estiraba el uniforme mientras el otro intentaba mantener la rigidez propia de su trabajo. Los uniformes azules, oscuros, estaban bastante desgastados pero limpios. Una vez mas vi las dos bandas blancas que cruzaban el pecho. Sostenían fusiles, apoyados de culata contra el suelo y si bien tenían unos guantes tejidos y polainas, se les notaba que estaban sufriendo un frío glacial. Pudo haber sido la excitación de todo lo que me estaba pasando pero lo cierto es que yo no sentía ese frío a pesar de mi vestimenta.

Escuela Militar - Campo de Marte - París
Cuando faltaban pocos metros para llegar a ellos me di cuenta que a los costados del sendero del parque por donde caminaba, la nieve había formado una minúscula capa blanca, como la escarcha en las heladas madrugadas de Buenos Aires, pero mas espesa y mas blanca. Estaba a unos pasos de ellos cuando uno, a mi izquierda, alzó la mano y abrió el gran portal de hierro forjado con suave movimiento mientras el otro me saludaba militarmente. No sabía que hacer. Estaba parado delante de una puerta con dos guardias militares que se cuadraban delante de mí esperando a que pase a lo que parecía un palacio castrense, en un lugar que no había visto en mi vida, en una época que parecía salida de un libro de historia. Y había llegado hasta aquí… caminando.

En ese instante sí sentí el frío, y mucho.

Solo atiné a hacer un movimiento con la mano a modo de saludo antes de meterla en el bolsillo de la chaqueta. Ellos respondieron con un “bonjour Monsieur” que me descolocó. No sabía mucho de francés pero eso lo entendí perfectamente. Sin embargo la lengua me pareció muy comprensible cuando el soldado de la puerta siguió hablando.

-El mariscal Ney lo espera en el despacho de mapas, mariscal-

Seguí caminando impulsado por la curiosidad mas que por el frío que cada vez se hacia mas penetrante. Unos 10 metros más adelante, ya dentro de las dependencias del recinto, había una segunda puerta, también abierta, que pertenecía a la gran construcción que había visto a lo lejos mientras me acercaba. Al cruzar el portal, otros dos guardias me saludaron igual que los anteriores. Era un salón revestido de piedra pulida, nada sencillo en su decoración, con detalles como molduras, columnas blancas con bases de la misma piedra pulida y cuadros de diferentes personajes. No sabía hacia donde dirigirme. Entonces uno de los guardias se acercó y señalando una escalera de madera oscura en el fondo derecho del salón me dijo:

-Por aquí mariscal, Ney dijo que le avisásemos de inmediato, que lo espera en la sala de mapas.

-¿En la sala de mapas?

-Si mariscal. Ya han llegado casi todos los que esperábamos. El último fue el general Vandamme. También están el mariscal Soult y los Generales Lannes, Marmont, Junot y Le Blond.

A esa altura tendría que sentir miedo tanto por entender y hablar tan bien un idioma que apenas balbuceaba como por el grado militar que se me confería cuando se dirigían a mí. Pero la sorpresa y la inconciente curiosidad anulaban todo reflejo de miedo. Calculando los pasos me separé del guardia escaleras arriba, tratando de ordenar en mi mente la información que se acumulaba como piezas de rompecabezas que todavía no encajaban.

A medida que subía los peldaños me sentí extraño en las piernas, mas pesado. En ese momento reparé que mi atuendo había cambiado. La chaqueta azul del colegio se había convertido en un chaquetón mas largo de lo habitual y tenía unas botas de cuero bastante cómodas, más que mis zapatos originales. La camisa seguía siendo blanca y se cerraba hasta arriba con una especie de broche que reemplazaba a la corbata. Sobre todo esto tenía montado en mis hombros una gran capa negra, muy flexible y liviana pero a la vez muy caliente, que estaba empapada de rocío helado. La sorpresa hizo que un soldado que bajaba en ese momento me encontrase mirándome la ropa como un bobo en el rellano de la escalera.

-Mariscal Berthier! Bienvenido, le estábamos esperando para la reunión. Permítame su abrigo.

-Eh… si, aquí tiene. Gracias.

Lo seguí tratando de esconder los nervios, lo cual al parecer me salía bastante bien. Pero sabía que si me quedaba quieto el temblor de las piernas o las manos me delatarían. Traté de afirmar mis extremidades escondiendo las manos tras mi espalda. Desde el umbral de la puerta pude contar a los siete hombres que estaban en la sala alrededor de una gran mesa de madera lustrada donde se exponían varios mapas, desde uno de Europa hasta otros que no supe reconocer, dibujados a lápiz, sin color. Al entrar el oficial que estaba detrás del escritorio, me saludó con un fuerte apretón de manos:

-Joder Louis, por lo húmedo se diría que vino usted caminando!

Corpulento, de pelo castaño claro y expresión mas bien bonachona, el mariscal Ney (supuse bien que era él) mas que un militar parecía el anfitrión de una boda. Su reluciente uniforme con vivos dorados y unas medallas lo distinguían de los demás, aunque ya sabía que todos tenían rango. Uno a uno me saludó con un gesto de cabeza, pero solo el Mariscal siguió la conversación:

-Señores, creo que todos conocen a la mano derecha del emperador, el mariscal Louis Berthier.- Los demás asintieron en silencio y yo respondí con el mismo gesto de saludo.-El comandante Berthier acompañará al Sire con el ejército de reserva, aunque aún no conocemos todos los detalles del desembarco.

-Pero mariscal – intervino otro – yo creí que ya estaba todo dispuesto para cruzar el canal hacia Inglaterra…

-El plan sigue su curso pero aún esperamos a la escuadra de Rosily y a partir de ahí ver con cuantas naves contamos para el traslado. Parece ser que esta vez las cosas marchan. Después de meses de espera la flota se mueve hacia el canal por lo cual deducimos que el almirante Collingwood ha sido despistado en aguas del Atlántico de una vez por todas. Igualmente, dadas las condiciones climáticas, no solo dependemos de los informes de Londres sino también de las consideraciones de la marina. Al menos que Berthier tenga nuevos datos u órdenes…

-No, no – respondí de inmediato – Todo sigue tal cual.

-Bien, entonces hoy mismo nos trasladamos a Boulogne. Según los informes que nos llegan desde Viena y Salzburgo, el emperador de Austria sigue resentido y no dudará en marchar contra Francia una vez mas. No es eso muy preocupante pero debemos terminar esta operación antes de que tenga los aliados suficientes y sabemos que Inglaterra es el principal financista. Además Londres y Rusia están cada vez mas cerca y no se descarta una nueva coalición contra nosotros. Se supone que el oro inglés financiaría una alianza entre Austria, Rusia y tal vez Prusia para emprender la marcha hacia París. Una de las opciones sería movilizar nuestras águilas rápidamente para interceptarles el paso antes de que lleguen al Rhin, pero la mejor manera de terminar de una vez por todas con esto es la invasión a las islas Británicas. O sea: si no hay oro, no hay guerra.

-¿Cuantos hombres tenemos en Boulogne?- Preguntó otro.

-Unos 180.000, más de 1.500 cañones y un buen cuerpo de caballería. Pero el problema reside al parecer en las condiciones de la marina. Ganteaume está bloqueado en Brest y si bien Rosily está ya en camino, no sabemos con cuantos navíos y de que calado disponemos para la operación. Trasladar en barco semejante ejército señores, no es tarea fácil. Como sabemos, el emperador ya pospuso en Mayo esta operación y ahora en invierno… será más difícil. Pero todo esto lo veremos en cuanto hayamos llegado a Pont des Briques. Bonaparte ya estará en camino así que nosotros también.

Dicho esto, dio por finalizada la reunión. Y yo miraba la puerta con ganas de salir corriendo. La sola mención de un plan de batalla era suficiente para mí. Pero al escuchar el nombre de Bonaparte sentí la necesidad de despertarme de golpe. Ahí comprendí que esto no era un sueño.

El grupo seguía hablando del tema cuando salimos. Ahí, diferentes soldados nos devolvían a todos las capas y el resto de los abrigos. Fue en ese momento cuando me entregaron además de mi abrigo, una espada y un sombrero muy parecido a los que usaban los generales de la época, aunque no todos eran iguales. Tampoco los uniformes, algunos eran con pechera roja o chaleco verde. Otros mantenían el riguroso azul oscuro pero con charreteras doradas o cordeles del mismo tono atravezados en el pecho. Tuve que hacer un disimulado esfuerzo para atarme el cinturón que portaba la espada mientras hacía como que atendía a la conversación.

Entre tranto seguimos caminando hasta salir al inmenso parque trasero del edificio donde un grupo numeroso de soldados nos esperaban junto a carruajes. Un oficial se me acercó y tras presentarse me dijo:

-Mariscal Berthier, los demás ya partieron. Dos berlinas desde las tullerías acompañando al Sire y otra desde aquí. Las suyas ya estan listas.

-De acuerdo- respondí sin comprender de qué me hablaba.


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